Por Óscar Sánchez
El olor a piel de borrego, cabra y ternera se percibe en medio de la cañada; en las empedradas calles, sobre las paredes de casas coloridas, cuelgan docenas, cientos y miles de zapatos que en un futuro contarán una historia.
“Lugar de los cuatro movimientos”, es el nombre de origen náhuatl de Naolinco, un pueblo enclavado en la montaña que carga a cuestas los pasos de millones de personas que han portado su calzado para recorrer este mundo y fabricar sus leyendas personales.
Generación tras generación las manos de niños, niñas, hombres y mujeres… todos ellos hijos, hermanos, padres, madres y abuelos trabajan sin cesar en la confección de calzado y lo hacen siempre buscando la perfección.
Desde hace décadas, Naolinco es un pueblo que vive del y por el calzado y hoy suman cerca de 300 talleres familiares instalados en viejas galeras o en casas antiguas con paredes sin repellar y techos de lámina; pero también los rincones insospechados de viviendas se convierten en una extensión de la industria.
El 80 por ciento de la población participa en alguna línea de producción y lo hacen desde casa, mientras ven el televisor en sus ratos libres: cortar la piel, pegar las suelas, colocarle ojillos, pintarlos y hasta colocarle las agujetas.
“Aquí empezamos todos de chamacos”, dice Ismael Escobar Reyes, propietario de un taller artesanal con 20 años de existencia que opera en el centro histórico de la cabecera municipal que tiene un estilo colonial.
El padre de Ismael le transmitió el amor al oficio y sobre todo le enseñó “a trabajar con calidad” y es gracias a esa calidad que los productos del pueblo fundado por totonacas gozan de prestigio en toda la región.
“De chamaco empiezas de ayudante de algún trabajador, del que hace un corte, y poco a poco ir aprendiendo”, cuenta el hombre en medio del galerón atiborrado por maquinaría de un pasado que se resiste a irse, arcaicos utensilios de trabajo y de piezas sin forma.
Se trata, dice Ismael, de constancia y practica. La confección se divide en dos partes básicamente: el corte, que es la arte de la piel y el montado que es cuando se arma el zapato. Y lo hay de todo: oxford lisos, botas o botines de vestir, zapatillas, zapatos brogue, mocasines, monk, sandalias o alpargatas, botas, botines.
Por la calle principal se suceden uno tras otro locales atiborrados de piezas de piel, sobresalen las de color negro, pero también hay opciones multicolores, sobre todo en calzado para mujeres que parecen niñas en confitería.
Alejado del barullo de la zona comercial, metido en una galera llena de telarañas, Simitrio Ramírez monta uno y otro zapato sin parpadear. Es un hombre de piel morena, sentado en una pequeña silla de madera, ataviado con un mandil de cuero y con unas manos curtidas y duras por años de agarrar un cuchillo especializado en el ramo.
“Me gusta que digan: esos zapatos están cómodos y salieron buenos. Es una satisfacción de poder realizar mi trabajo bien”, afirma quien lleva veinte años dedicado a darle horma a la piel y montarlo en una suela.
Sus hermanos lo guiaron por todas las etapas y aunque en un principio era una forma de sostener a la familia, acabó amando el oficio de zapatero y a la distancia se refiere a su trabajo como si fuera a la mujer que ama.
“Cuando te gusta lo que haces no hay más, te dan ganas de ir trabajar y ponerle empeño para que salga lo mejor que se pueda”, agrega sin dejar de cortar la piel con una maestría que sorprende a tres de sus alumnos que lo rodean y buscan imitarlo.
Por su mente jamás ha pasado la idea de contabilizar cada par confeccionado por sus manos, pero no le importa si son miles o millones, porque para Ismael los zapatos son simplemente “mi vida, dice.
Los habitantes de esta población, cuando viajan a las grandes ciudades miran al piso, tratando de descifrar el calzado de desconocidos y siempre logran encontrar en alguien una de sus creaciones.
“Se siente satisfactorio”, afirma Lucía Martínez desde un pueblo que pareciera le rinde homenaje al poeta español Antonio Machado:
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.